MADRE HAY UNA SOLA
Flores muertas. Natalia Villamil. Teatro Cervantes
Que las madres se separen de sus críos al parir solo alimenta la utopía de que ellas pueden asistir al crecimiento de sus hijos din dejar de ejercer tutela. Flores muertas exhibe una galería de mujeres heridas
por una familia que las aparta de la vida. Quizás todas las madres despliegan una única maternidad: la posesión. Tener la “propiedad” de madre es también disponer del hijo: poder abandonarlo y luego intentar recuperarlo. Quizás la maternidad sea una especie cruel de un abandono primario y, “dejar a un lado”, sea útil para que ellas puedan hacerse camino como mujeres sin maternidad. Estas cuestiones aparecen y desaparecen en un escenario con una puerta central en la que entran y salen relatos fragmentados de una familia que se desarma. Los encuentros casuales, sin voluntad, tienden a agudizar diferencias y acentuar la distancias. Después de todo, lo cercano o lo lejano es una cuestión de cómo peleamos por ser diferentes. Las madres colaboran con la lucha de que no caigamos en el denominador común de lo humano. Esa luz que nos despierta al abrir los ojos por primera vez, el grito y la teta enorme es el comienzo de la vida y de la sujeción. Todo lo demás corre entre bastidores como en el teatro.
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