EL TIEMPO DE YENG
Apagó con el pie derecho la mitad del cigarrillo que le quedaba. Se enderezó para subir al colectivo. Una mujer con dos bolsos lo miró con odio porque se le adelantó de prepo. Se le hacía tarde. Vivía a contramarcha de la hora, como si él no pudiese controlar nada de lo que pasaba. Yeng siempre en eterna demora. Así lo llamaban en la oficina. Prendió otro cigarro apenas se bajó. Caminaba por la vereda tropezando gente. Ver cine lo había hecho deambular por calle sin rumbo fijo. Miles de calles de Beijin se le topaban a su paso, vendedores ambulantes le ofrecían un arroz con pollo en cartuchos. Entró a un edificio, saludó como había escuchado en la butaca de siempre. Nunca se sentía extranjero; nunca se había adueñado de una ciudad que no fuera Beijin. En su oficina lo conocían por su debilidad. Le preparaban su computadora para que hablara a un territorio asiático. Se colacaba los auriculares y ordenaba un mensaje que había aprendido de memoria de tanto ver el cine de ojos rasgados, mientras comía con una cuchara de plástico ese pollo deshuesado. Así debía ser. No se levantaba para ir al baño. En las pantallas los retretes estaban sucios y con olor. Prefería terminar su horario y entrar a una nueva función de Esposas y concubinas. Disfrutaba del final. En la salida del cine caminó hacia el palacio de una nueva amante. Esperó encontrarla con el vestido rojo y abrazarla. Alguien lo llevó a la parada del colectivo. Los minutos de Yeng no cabían en la hora humana. Protestó por no poder subir al subte de la línea Maglev porque una mujer con bolsas le trababa el paso. Reconoció a la actriz de Zhang Yimou. Le habló con la lengua que sabía de escuchar lo mismo. Yeng nunca dudaba de su papel. El tiempo solo era cuestión de aprendizaje y de la voluntad de no equivocarse para no caer sin disciplina en un abismo. Saludó una a una a sus mujeres. Ya era de noche.
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