ALIVIO


Elba la veía frotarse las manos sin parar. Sentada sobre el borde de la silla, Celeste se hamacaba. Por favor, quédate quieta. Puede llegar de un momento a otro, dijo Elba poniendo voz de grande. Celeste quiso contestar ese no me importa nada con que enfrentaba a todos. Dónde lo pusiste? Ahora no te acordás, no? Silencio y otra vez las manos cruzadas. Ese fregarse para limpiarse esa mancha sin borde que no quería que saliera de su boca. Elba miraba de rato en rato la hora clavada en ese reloj del comedor. Yo no hice nada. Eras la única que sabías adónde estaba la plata. Te dejamos sola un rato y ya metés la mano en los cajones. La voz de Elba se parecía a un puño que le pegaba en la cara. Ya revisaste todo y no encontraste nada. Celeste inclinaba la cabeza porque Elba le agarraba el pelo negro y se lo tiraba para hacerle doler tanto como esa plata que ya no estaba más en el cajón de la cómoda. Quería que su hermana devolviera el dinero. Ella iba a contar todo, cuando se abriera la puerta y apareciera el padre cansado y con los zapatos sucios de polvo de ladrillos. Lo iba a recibir con un robó dinero. Yo voy a hablar, dijo Celeste. Te vi ayer a la noche con el pibe del almacén en la esquina. Te tocaba por debajo de la pollera. Cállate, querés. Elba le pegó un cachetazo. Te ví. Te ví, repetía desde la silla sin dejar de hamacarse. Cállate, querés. Te quedaste con el dinero. Y vos andás con el pibe del almacén. Yo te vi. Todavía debés tener su olor a botellas sucias y a cerveza. Elba la miraba fijo. Guardó su mano temblando. En el momento en que su padre entraba. Él ya no podía escuchar quejas. Los tres quedaron en silencio. No había denuncia. Después de todo las cuestiones de familia siempre quedan en secreto por las dudas de que hagan cómplices a los vecinos.

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