POLLERA
Se apuró a almorzar. Hasta ayudó con los platos. Le habían prometido ir de compras. Ya había visto la pollera con su tía. Secó el último plato con el repasador húmedo. No había tiempo que perder. Se sentó en su cama. Esperó el timbre con la visita de la tía Clara. La iba a abrazar y contarle al oído lo del saquito haciendo juego con la pollera verde manzana. Entornó la puerta de su dormitorio para poder ver la frutera llena del color que quería. Se restregaba las manos. Pensó desde su puesto en el mantel blanco y el color del saquito tejido. Se lo iba a poner para salir a pasear con Elena; esa vuelta por la plaza, y el perfume que de a poco le sacaba a su madre. Le habían enseñado a ser obediente y, lo que era importante, no pedir mucho. Su madre la había aturdido con preguntas. Seguro que te prometió ropa, le dijo varias veces con tal de asegurarse de que no todo había sido antojo. Nunca iba a conformar a su madre. Su tía no venía. Ella hacía rato de que la espera le quemaba los pies y las manos. A Elena le había asegurado iba a radiar con su ropa. Elena había asentido. No le gustaba discutir con ella y menos por muchachos. La felicidad también está en la espera. Se debe aguardar para que hasta.lo mínimo fuera un premio de reyes. También lo había aprendido de su madre, quien esperaba que las ventas de la mercería fuesen suficientes para el alquiler. La tía había decidido el regalo. Era edad de que su sobrina, despertara la atención de algún chico. Su madre pensó en la tardanza de su hermana. No era la primera vez que ilusionaba a su hija. Las manzanas continuaban como centro de mesa. Quizá no querían prestarse a ser color, a pegarse en una pollera. El timbre no sonó. La tía llamó. Escuchó desde su habitación la pelea y ese porqué que crecía poco a poco por el comedor y salía a la calle, dando un portazo. Elena la tuvo que consolar. Esta vez duró poco. No iba a tomar represalias como la vez pasada. Esa tarde que le volcó el café caliente en la pollera. Justo blanca como el mantel y el saco que no había podido ponerse. La tía gritó. La mancha no iba a desaparecer. Tenía el contorno de la culpa y se había caído a propósito, midiendo el ancho y el grueso de la ropa de la tía. La madre colgó el teléfono. No había necesidad de hablar. Su hija iba a ensayar otra vez el recurso de la ropa. No preguntó nada. Tampoco iba a ver un después que su tía escupía rápido con la boca llena de saliva. La maldad repite un gesto de adulto y se transmite en la familia, en una cena en la que irrumpe un grito y un llanto. La voluntad de los chicos se opaca con la mirada de los grandes y la justicia por mano propia casi siempre alivia cualquier herida íntima. La reparación conserva, a veces, el color de la manzana.
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