SUERO

 Sons. La fura dels baus. Sala sin piso. GEBA.


Algo más de sesenta minutos alcanzan para ser bombardeado con efectos lumínicos, visuales y auditivos. Hoy en día hablar de propuestas irreverentes y disruptivas resulta insuficiente: lo estético pareciera no contar con un límite. El atributo de lo inabarcable de la “escena” de alguna manera puede consistir en un arma de doble filo. El artilugio de los “efectos” para conmover o (des) anestesiar cuando es desmesurado tiende a repetirse y a crear aburrimiento. Este último programa de La fura adolece, a mi entender, de ausencia de clíma -se salva el momento del célebre y remanido monólogo de la eterna duda del hombre sobre su existencia- esa cúspide que logra que no todo sea una llanura, una interpelación al humano espectador que escapa entre la oscuridad y la avalancha de actores que representan y auguran lo “no convencional”. Entonces, con qué nos vamos después de “ver” Sons? Creo que nos retiramos con la sensación de caer en la peor rutina: aquello que nos sorprende quizá puede llegar a ser un artificio estético. Ahora bien, como en forma sabia los rusos de la Escuela de Tartu en la década del cincuenta han teorizado. La estética debe modelizar conductas. Los griegos que también fueron maestros en la antigüedad hablaron de “catarsis”. Esa es la diferencia fundamental entre el “efecto”, lo momentáneo, y la perplejidad que nos persigue después del espectáculo, en una cena con amigos y nos quita el sueño. Quizá sea mucho pedir que en este universo tan inmediato algo nos saque de este estado natural de la somnolencia. Habría que releer La Poética de Aristóteles para estar un poco más prevenidos.

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